“Yo no pagué, y miren cómo terminé”. Esas fueron las palabras de Irma Hernández, registradas en un video que sacudió a la sociedad mexicana. Arrodillada, esposada, vigilada por hombres armados, lanzó su último mensaje.
Era una advertencia, una súplica y una denuncia. Semanas después, su cuerpo apareció sin vida. Tenía 64 años, era maestra jubilada y manejaba un taxi para mantener a su nieta. Su muerte dejó al descubierto la violencia cotidiana que ejercen las redes de extorsión sobre trabajadores comunes.
Durante su conferencia matutina, la presidenta Sheinbaum respondió: “La FGR y la fiscalía estatal ya están trabajando en el caso. La federación respalda a la gobernadora Nahle para llegar al fondo. No habrá impunidad”.
Evitó convertir la tragedia en consigna, pero su tono fue firme. El Gabinete de Seguridad será el encargado de informar sobre los avances. La pregunta que quedó flotando fue otra: ¿cuántas Irmas más?
Veracruz, una tierra rica y sangrante, carga con la violencia del cobro de piso, el desplazamiento forzado y la amenaza permanente a comerciantes, transportistas, profesores y familias enteras. Irma no es una excepción: es un síntoma. Su historia interpela a un Estado que debe decidir si responde con firmeza o con olvido. En Palacio Nacional, por lo menos, la promesa fue clara: justicia y memoria.