
La escena fue insólita: en el Despacho Oval, Donald Trump entregó una llave dorada a Elon Musk. No era una distinción oficial ni un protocolo diplomático, sino una despedida simbólica para quien fue el rostro del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), la oficina encargada de amputar al aparato burocrático de Estados Unidos.
Musk deja el cargo tras cuatro meses de decisiones apresuradas que provocaron el cierre de agencias, despidos masivos y recortes que, según la Universidad de Boston, han causado más de 300 mil muertes por el colapso de programas internacionales de ayuda. La mayoría eran niños.
En vez de rectificar, el magnate regresará a sus fábricas, cohetes e inteligencia artificial. Afirma estar más enfocado que nunca. Pero los números lo contradicen: ha perdido hasta 180 mil millones de dólares en patrimonio y, lo que es peor para su ego, ha sido desenmascarado como un extremista sin empatía ni capacidad política.
La columna de Michelle Goldberg en The New York Times es devastadora: retrata a Musk como un tecnócrata narcisista, indiferente al sufrimiento humano. Lo acusa de haber destruido USAID sin entender su función, motivado por ideas surgidas en foros de internet y la influencia de su círculo más radical.
DOGE, el departamento que fundó para combatir el “despilfarro”, terminó generando pérdidas y litigios que podrían superar los supuestos ahorros. La administración de Trump lo defiende, pero las cifras son elocuentes: solo se logró el 18 % de las metas presupuestarias. El resto quedó en papel mojado.