Ozzy Osbourne ha muerto. El artista británico, reconocido como uno de los fundadores del heavy metal y apodado el “Príncipe de las Tinieblas”, falleció este martes a los 76 años, según confirmó su familia a través de un comunicado oficial. Osbourne padecía Parkinson y había sido sometido a múltiples cirugías en los últimos años. Su muerte ocurre a pocos días de su última aparición escénica durante un emotivo homenaje en Birmingham.
La influencia de Osbourne en la cultura musical es vasta. Desde su irrupción con Black Sabbath en 1970, su figura fue inseparable del surgimiento de una estética sonora basada en riffs pesados, líricas apocalípticas y una puesta en escena provocadora. La portada de Paranoid, su segundo disco, resumía el espíritu de una generación desencantada y ávida de nuevas formas de expresión.
Pero Osbourne fue más que una voz. Fue un símbolo. Su cuerpo atravesado por cicatrices, su lenguaje corporal errático, su honestidad brutal ante los medios, lo convirtieron en una figura profundamente humana. Sobrevivió a sobredosis, fracturas, escándalos y una industria que no siempre lo tomó en serio. Se reinventó como solista, colaboró con músicos de todas las generaciones y tuvo un lugar protagónico en la televisión con The Osbournes, serie que anticipó el auge de los realities familiares.
Pese a sus controversias, Osbourne siempre mostró un raro sentido del humor, una melancolía afable que se filtraba incluso en sus canciones más intensas. En “Changes”, cantó con su hija Kelly sobre las transformaciones de la vida; en “Dreamer”, dejó entrever su anhelo por un mundo mejor. El metal, en su voz, también supo ser vulnerable.
Hoy, tras su muerte, quedan su obra, su leyenda y una comunidad global que lo llora no solo como músico, sino como un sobreviviente. Ozzy Osbourne desafió las convenciones del género, el juicio moral y las leyes de la gravedad. Y lo hizo siempre con el volumen al máximo.
