La madrugada del 12 de julio de 2025, Karla Bañuelos fue asesinada con un fusil AR-15 frente a su domicilio, en la colonia Balcones de Oblatos de Guadalajara. El crimen quedó grabado por una cámara de seguridad. Pero más allá de las imágenes, hubo un testimonio silencioso, que no aparece en redes ni en comunicados oficiales: el de su hija de 12 años, que vio todo.
La niña no sólo estaba presente. Estaba al lado de su madre cuando discutía con Kevin “N”, el agresor. Vio cómo su madre golpeaba la camioneta del hombre con un palo, exigiendo que se marchara. Vio cómo él descendía del vehículo, abría la cajuela y extraía un arma de guerra. Escuchó los primeros disparos al aire. Y luego, la detonación letal. Vio a su madre caer. Corrió. Gritó. No pudo hacer nada.
Kevin “N” fue detenido nueve días después, el 21 de julio, y un día más tarde fue vinculado a proceso por el delito de feminicidio. Permanecerá en prisión preventiva durante un año y se fijaron seis meses para la investigación complementaria. Pero mientras el aparato judicial avanza, la hija de Karla permanece fuera del foco público, envuelta en una espiral de trauma del que nadie puede salir ilesa.
“La violencia feminicida no termina con la víctima. Se extiende. Se hereda. Se instala en quienes quedan vivos”, explica la psicóloga forense Clara Mondragón, especializada en acompañamiento a niñas y adolescentes víctimas de violencia. “Una niña que presencia el asesinato de su madre enfrenta un daño emocional que puede durar décadas si no hay intervención temprana, constante y especializada”.
Los colectivos feministas que acompañan a la familia confirman que la menor está recibiendo atención, pero insisten en que eso no sustituye el vacío. “Karla ya no está. Su hija quedó sola. No es sólo una testigo: es una víctima directa del crimen”, expresó el colectivo Sororas Violetas Jalisco. En sus comunicados, han enfatizado que la justicia no se agota con el arresto del agresor, sino que debe incluir reparación del daño y atención integral a las víctimas indirectas.
En México, miles de niñas y adolescentes quedan huérfanas por feminicidio cada año. Aunque no todas presencian el crimen, muchas lo enfrentan en condiciones de vulnerabilidad extrema. “El trauma infantil asociado a la violencia de género es un fenómeno que apenas estamos empezando a entender”, señala Mondragón. “Y no es sólo emocional: afecta su desarrollo escolar, su salud física, su vínculo con los demás”.
El asesinato de Karla se produjo en un entorno donde el Estado llegó tarde. Según testimonios, Kevin “N” la había acosado durante meses. No eran pareja. Él insistía. Ella se negó. Él la seguía. La hostigaba. Según el colectivo Sororas Violetas, el agresor ya había sido detenido anteriormente por presunto abuso sexual infantil. Estaba libre. Tenía un arma de uso exclusivo del Ejército. Y nadie lo detuvo antes del disparo.
La Fiscalía del Estado de Jalisco ha prometido llevar el caso hasta las últimas consecuencias. La presidenta Claudia Sheinbaum se dijo consternada y ofreció respaldo federal. Pero en los centros de atención a víctimas, quienes se enfrentan al trauma no son funcionarias ni fiscales: son niñas como la hija de Karla, que deben reconstruirse en medio del duelo, del miedo y de una infancia rota.
“Hay heridas que no se ven en el expediente judicial”, agrega Mondragón. “¿Quién le explicará a esa niña que su madre murió por decir no? ¿Quién la protegerá cuando recuerde el rostro del asesino? ¿Cómo aprenderá a vivir en un país donde ser mujer puede costar la vida?”
La narrativa oficial destaca que se detuvo al presunto feminicida, que se cumplió con el debido proceso, que habrá justicia. Pero ninguna sentencia devolverá a Karla. Ninguna prisión compensará la ausencia. Ninguna ley en papel bastará si el Estado no se compromete también con la reparación integral del daño.
En medio del caso judicial, la historia de esa niña queda al margen. No aparece en cifras. No habla ante cámaras. Pero su silencio dice más que cualquier testimonio: el feminicidio no mata a una sola mujer. Fractura generaciones.